Eran los tiempos en que, si raro era ver un hombre en misa, mas raro era verlo en la cocina. Aun me quedaba un tío en Vietnam, mas tarde llegaría vivo, cuerdo y glorioso con varias medallas de aquella guerra absurda.
El día antes de la fiesta, mis tías preparaban pasteles bajo el ala de mi abuela. Unas mondaban la vianda, otras guayaban, la responsabilidad de preparar la carne era de mi abuela. Yo limpiaba el caldero con un pedazo de pan.
Mis tíos – excepto los tíos políticos - , entorno a la mesa de domino. Mi abuelo en pareja con su hijo menor. Me imagino que esto surgió en algún momento mientras el menor era aun un niño, y para nivelar la cosa, mi abuelo jugaba con el. Años más tarde, esa pareja se convertiría en invencible e inmisericorde. Los nietos más grandes, sentados alrededor mirando, los menores jugando. Así aprendimos el juego de mudos. Los yernos de mi abuelo, uno haciendo chistes, otro poniendo discos, otro con su eterna sonrisa producto de una granada que de milagro no lo mato en la guerra de Corea, y todos, sirviendo de bartenders. Pecado mortal levantarse de la mesa a buscar una cerveza, un palo o a orinar. “Espera a que termine el juego”, diría mi abuelo.
El único osado que se atrevía a meterse a la cocina con mi abuela, era mi padre. El cubano se había ganado, por derecho propio, la responsabilidad de preparar los perniles. Amolaba los cuchillos durante horas, luego los probaría en un papel. Estaban listos cuando se podía afeitar en la mano con ellos. Adobados desde el día antes. Los limpiaba primero con naranja agria o limón, luego algunas puñaladas y a darle unos cortes diagonales al cuero formando diamantes. Simplemente, ajos frescos machacados con sal y orégano seco, hasta formar una pasta que se inyectara en las perforaciones. Luego, lo frotaba por todos lados con la misma pasta. Exprimirle otra naranja por encima, era el final de la ceremonia. Antes de meterlo en el horno, lo barnizaría con manteca de achiote. En el horno, entre tres a cuatro horas a 300ºF, tapado y con el cuero hacia arriba. Destapar, volver a barnizar, subir la temperatura o poner en “broil” hasta que tueste el cuero. Golpecitos en el cuero con el dedo hasta oír el sonido hueco del tueste.
Luego de comer todos, y cuando el alcohol ya surtía sus efectos, retaría en la mesa con otro de los yernos, para “jugarle al revés” a los previos vencedores. En algún momento de la tarde, confundiendo a sus aturdidos cuñados, gritaría “trancao!”.